¿Te conté la del viejo Castilla?. La del
viejo Castilla es mundial. Es la prueba de lo que se puede comprometer un tipo
por hablar al pedo, ¿viste?. Por darse manija con las palabras y después no
poder volver atrás. A mí siempre me pareció un viejo pelotudo, eso te lo aclaro
desde el vamos, aunque al final, no sé, creo que medio que se reivindica el
viejo, pero de todas maneras siempre fue bastante pelotudo. Un formal, ¿viste?,
un tipo que estaba permanentemente tratando de demostrarte que él era un
caballerito inglés, un tipo educado, un tipo que mantenía una diferencia muy
notoria con el resto de la gente, de la gente como nosotros. Cordial, ¿no?
Siempre cordial. Demasiado. Meloso a veces. Muy cuidadoso en su vocabulario,
casi te diría que a propósito. Mirá que en la empresa por ahí todos hablaban,
cuando se reunían los empleados, por ejemplo a tomar café de una manera normal,
lógica, cotidiana. Puteando, por ejemplo, cagándose de risa. Pero Castilla, no.
Participaba, hacía algunos silencios reprobatorios ante las malas palabras y
siempre mezquinaba las opiniones. Las quería hacer valer. Como si no pudiese
rebajarse a intervenir demasiado en las charlas sobre pavadas, o como si se
reservara el derecho a la conclusión final, a la moraleja. Un plomo, el
pelotudo.
Decí que nosotros ya no le dábamos pelota.
Hablábamos delante de él como si no estuviera. ¡Hacía tanto que uno lo conocía
de la empresa! Porque hacía como veinte, treinta años... ¡qué sé yo los años
que hacía que ese hombre trabajaba en la empresa! Era ya parte del inventario.
Te estoy hablando de un hombre que ahora tendrá cerca de 65 años más o menos. Y
siempre muy atildado en el vestir, de traje y chaleco impecable, bigotito fino,
cabello rizado algo escaso arriba y muy plateado sobre las sienes. Creo que se
daba con la tintura el viejo. Porque era, es, un viejo coqueto. Y muy baboso.
Siempre andaba rondando a las minitas, las secretarias. Haciéndose el que no
les daba bola. Pero las trataba con mucha deferencia, les corría la silla para
que se sentaran, les elogiaba el peinado, les comentaba la ropa.
Un galán a la antigua, digamos. Eso es lo
que él, como estrategia yo pienso, quería explotar: su comportamiento a la
antigua. El viejo se consideraba un reservorio de las viejas costumbres, un
detalle de distinción. Pensaba que con eso hacía diferencia, que eso le daba un
rasgo distinto y ganador.
Además, usaba palabras extrañas de vez en
cuando, a propósito, antigüedades. “Cobijas”, decía, por ejemplo... “Botines”
por zapatos, “Chansonnier” por cantor... Y no te creas que no impresionaba a
algunas pibas cuando lo veían tan educado, tan fino... Las minas nos marcaban
las diferencias con nosotros, que las tratábamos para la mierda a veces, o como
a cualquier otro compañero de trabajo. “Un señor”, solían decir las chicas,
cuando hablaban de él.
Aunque me parece que el viejo, muy cauto,
nunca iba más allá de ese revoloteo.
No supe de ninguna
oportunidad en que haya invitado a una de las pibas a tomar un café fuera de la
empresa o que se haya tirado abiertamente con una. Hasta ahí nomás llegaba el
viejo. Jugueteaba, le gustaba ese asunto seductor de mariposón veterano.
Con la única que mostraba la hilacha, te
juro, era con la Inés,
una potra ligerísima que laburaba en Administración. Esa mina siempre estuvo
buenísima y además se iba con unas minifaldas por acá que te volvían loco. Para
colmo, le daba calce al viejo. En joda nomás, de hija de puta, porque ella se
lo caminaba al gerente y después al hijo del gerente.
Te estoy hablando de una mina de unos 34
años, que sabía lo que quería, muy agradable la mina. Y con ella sí, el viejo
se moría.
Yo, que conocía el paño, lo miraba cuando él
le hablaba o lo cazaba cuando ella andaba revoloteando por la oficina y él,
desde su escritorio, la miraba.
Y se le caía la baba al viejo Castilla...
Y un día no va y por estas cosas de los
nuevos mercados, la globalización, la computación y todo eso, aterriza en la
empresa un nuevo capo. Un nuevo capo con toda una banda de colaboradores
nuevos. Como se acostumbra ahora, ¿viste? Un pendejo.
Insoportable el pendejo, te estoy hablando
de 30, 31 años, no más. Medio pintón el mocoso, o parecía pintón porque vos
sabés que no hay nada que te arregle más la cara que una buena tarjeta de
crédito. Engreído, prepotente, arrogante, con esa cosa yanqui de “pisa recio y
escupe lejos”. De la raza de los winners, de los ganadores, de los yuppies y
toda esa mierda.
Entrador, por otra parte, cuando quería,
simpático, fachero, deportista. Siempre tostado el tipo, Silva se llamaba, de
andar en el río, en el mar, de ir a esquiar, de jugar paddle y todas esas
boludeces. No le faltaba nada al pendejo. Y su segundo, su mano derecha, otro
como él. Algo más grande tal vez, 34, 35, Pérez Centurión, licenciado en
marketing, en merchandising y esos inventos.
Las minas, locas con los dos, pero
especialmente con el Silva, el presidente. La Inés, por ejemplo, lo marcó de arranque nomás,
porque de largada ya estaba la
Inés en las gateras. Sin embargo, te diré que el pendejo no
comía vidrio -no se llega hasta esos puestos comiendo vidrio- y tampoco era un
viva la pepa en su comportamiento profesional. Estos pendejos están adiestrados
para competir y para ser eficientes.
Entonces en la empresa mucho no jodía. Te
diría que todo lo contrario. Apuntaba más
que nada a la eficiencia y al laburo. Armó una revolución en la empresa,
echó gente a la mierda, sacó tipos de aquí y los metió en otra parte, modificó
secciones, y al viejo Castilla lo dejó donde estaba, ni lo tocó, como si fuera
un mueble que no necesita modificaciones. Tampoco lo ascendió, pero no le pegó
una patada en el culo. De todas maneras te digo que el viejo era muy eficiente
en lo suyo, muy cuidadoso, muy meticuloso.
-Yo
duermo muy bien por las noches, Juan Alberto; le contaba uno de esos días a su
cuñado por teléfono el viejo, explicando las modificaciones de la empresa. -Vos
no sabés lo bien que yo duermo a la noche. Como un bebé, como un bebé...
Y Sarita, la mujer del viejo, meneaba la
cabeza de un lado para otro, sin intervenir en la conversación, mientras
planchaba.
-Yo nunca le he pisado la cabeza a nadie
para subir, ¿me entendés? Nunca. Por eso duermo tranquilo. Tengo la conciencia
muy limpia.
-¿Subir? ¿A dónde subir?; preguntó Sarita,
amarga, apenas Castilla cortó la comunicación. -Tenés casi 40 años en la
empresa y seguís en un puesto de porquería... ¿Qué “subir”?.
-No seas injusta, Sara... Vos sabés que es
un buen puesto. Gano bien, me respetan...
-¿Te respetan? ¿Así
te respetan? Hace como cinco años que no te ascienden...
-No seas injusta -Castilla exageraba su
herida-. ¿Y dónde pensabas que podía llegar en esta empresa? ¿A gerente
general?
-Mirá, Miranda...
-Miranda... -Castilla meneó la cabeza, con
una sonrisa triste-. Miranda...
-Sí, mirá a Miranda... Entró después que vos
y gana más que el doble de lo que vos ganás...
-No es más que el doble, no es más que el
doble...
-En menos tiempo...
-Oíme, Sara... -Castilla se mordió los
labios, como dudando en revelar un secreto de Estado-, yo sé bien cómo ascendió
Miranda...
-¿Qué?. ¿Cómo ascendió Miranda? ¿Qué hizo
Miranda?.
-Yo sé muy bien cómo ascendió Miranda... Hay
muchas formas de ascender en una empresa, Sarita... Yo no sé si Miranda duerme
tan tranquilo como yo...
-Ah, claro... -Sarita golpeó más de lo
necesario con la plancha sobre la tabla-. Ya sabía yo... Todos los que
consiguen cosas, todos a los que les va bien, son unos deshonestos, son unos
sinvergüenzas, son unos ladrones... El único honesto acá sos vos...
Castilla giró sobre sus talones,
arreglándose el cuello impecable de la camisa
-permanecía con
corbata hasta en la casa- volvió a resoplar, como si estuviese recurriendo a
los últimos vestigios de su infinita paciencia.
-Hay muchas maneras de trepar, Sarita,
muchas maneras...
-Y bueno, contáme -desafió Sara-. A ver,
contáme, cómo hizo para trepar Miranda...
-No te puedo contar -frunció la cara,
Castilla-. No te puedo contar, es muy complejo...
-Claro, yo soy una burra que no entiende
nada. A mí no me podés contar nada
porque no entiendo -Sara no levantaba la vista de la tabla-. Lo único que sé es
que Miranda está en el puesto en el que vos deberías estar desde hace mucho...
Y que todos los que llegan a algo son delincuentes...
Para colmo, te cuento, el viejo Castilla
había recrudecido con ese argumento desde el momento en que llegó el pendejo de
jefe. Acostumbrado a una empresa más tradicionalista, eso lo puso loco. Y lo
comentó en la mesa del almuerzo con su familia: Sarita, y Rolo, su pibe, porque
la pendeja ya se había pirado un par de años atrás.
-Cualquier mocoso petulante se cree con
derecho de llevarte por delante, Sarita -había dicho-. Tendrías que ver a este
muchacho, su altanería, su soberbia, su desparpajo... Yo no me explico cómo
pueden estos muchachos acceder a puestos de tanta importancia...
-Será capaz, Adalberto -cortaba Sara-. Será
capaz... Muy simple...
Castilla chasqueaba los labios, despectivo.
-Capaz de cualquier cosa. De eso es capaz...
Auto importado, teléfono celular...
-¿Y eso qué tiene de malo?; terció Rolito,
el hijo de Castilla, que no tenía más de 16 años, tomando partido junto a su
madre.
-Atropellan a todo el mundo -Castilla
desestimó la pregunta de su hijo-.
Piensan que no tienen nada que aprender...
-Pero llegaron, Adalberto. Llegaron. Y el
día de mañana le darán un buen pasar a su familia; dijo Sarita.
Castilla sonrió tristemente.
-Tal vez sea yo el equivocado -dijo,
dramático-. Tal vez sea yo...
Y la cosa se armó una tarde de una forma en
que no se puede creer. No me preguntés cómo conozco yo algunos detalles, pero
vos sabés que en esas empresas, a la corta o a la larga, uno se entera de todo.
Hasta ese momento, este pendejo Silva no le
había dado ni cinco de pelota a Castilla. Salvo saludos muy formales, casi ni
le había hablado. Tampoco era que lo ignoraba, sino que más bien estaba
haciendo otros estudios de la empresa y no había tocado la parte de Castilla.
Pero esa tarde lo llama a su despacho, en el
último piso del edificio para que le lleve unos papeles. Y Castilla va y
descubre una cosa, mirá qué rasgo curioso en un pendejo como este Silva con su
perfil de eficientista pragmático.
Primero Castilla comprueba que este pibe
había cambiado casi todo el mobiliario de su oficina. A la mierda con los
viejos muebles, con las cortinas, con las bibliotecas. Todo nuevo,
supermoderno, amplios ventanales, moqueta de punta a punta, sillones
giratorios, computadoras. Y segundo, que en el estante de una de las nuevas
bibliotecas había una colección de revistas muy viejas, la revista “Tertulias”,
una revista casi desconocida del año del pedo. Estaban ahí y no tenían un
carajo que ver con nada.
Silva, el pendejo, yo creo que a propósito
para molestar a Castilla, para escandalizarlo, en ese momento estaba hablando
con su segundo, con Pérez Centurión, de minas, medio en clave, como intentando
ser prudentes.
-¿Y cómo terminaste anoche?; preguntó Pérez
Centurión, haciendo caso omiso de Castilla que acomodaba los papeles de la
carpeta que debía presentar.
-¿Anoche?
-Con la Dalmita.
-¿Con la Dalmita? -Silva apretó una sonrisa-. Bien... Muy
bien... Pero me acosté temprano...
-Buena piba...
-Me dijo que la amiga te iba a llamar cuando
volviera de Punta del Este...
-¿La amiga?.
Fue cuando Castilla carraspeó indicando que
ya tenía todo preparado. Silva tomó la carpeta, le pegó una hojeada y musitó un
par de “Muy bien, muy bien”, complacido. Entonces el viejo, alentado y agrandado
por la aprobación del jefe, preguntó, muy puntilloso, muy medido, por lo de las
revistas antiguas.
-Las colecciono, señor Castilla; exclamó,
ufano y casi simpático, Silva.
Castilla enarcó las cejas. Nunca hubiese
pensado que ese muchacho al que uno podía relacionar más que nada con los
estudios del mercado, el análisis sobre gestiones de empresa, las vinchas para
playa en colores flúo, las tablas de surf y los amaneceres en Pinamar, podía
dedicarse a coleccionar revistas viejas.
-Por mucho tiempo coleccioné pisapapeles
también -siguió Silva-. Pero me cansé pronto. Y me entusiasmé con las revistas.
Aunque no tengo mucho tiempo para dedicarles. Tampoco tuve mucha suerte con
esta colección...
-¿Por qué?; preguntó Castilla, asombrado de
haber detectado un rasgo noble en el muchacho.
-Me falta un número, Castilla. Aunque usted
no lo crea, me falta un número y no lo consigo.
-¿Un número te falta?; se rió Pérez
Centurión, sentado a la mesa de directorio.
-¿Podés creer? ¡Un número!
-¿Probó en las librerías de viejo?; preguntó
Castilla. Silva se encogió de hombros como desestimando una pregunta de tamaña
boludez.
-Entiendo que le parecerá una obviedad mi
pregunta -admitió Castilla-. Pero es que yo he visto números de esa revista tiempo
atrás en librerías... Y es más, yo tengo algunos ejemplares, muy pocos...
-En librerías no hay -fue drástico Silva-.
Pero es muy interesante lo que usted me dice de los ejemplares que tiene...
-Conservo uno -dijo Castilla- de manera muy
especial, porque en uno de sus artículos, le estoy hablando del año ´33, ´34,
hay una nota donde aparece mi padre. En
la visita del príncipe Humberto de Saboya a Rosario, que vino al Jockey. Y allí
aparece mi padre.
-¿Y es el único número que tiene?
-No... Debo tener tres o cuatro guardados en
algún cajón del ropero...
-¿Por qué no me averigua, Castilla? El
número que a mí me falta es el 148. El 148, recuerde...
Pérez Centurión, con presteza, anotó el
número en un papelito autoadhesivo y se lo entregó a Castilla. Castilla aprobó
un par de veces con la cabeza y se retiró.
Y mirá cómo son las cosas, ya te irás
imaginando lo que ocurrió. Castilla va a su casa, esa tarde busca en los
estantes altos del ropero y encuentra las revistas. Dos o tres números de
“Tertulias” medio hechos mierda, amarillos ya, llenos de tierra, dentro de un
sobre, a los que no miraba ni de casualidad desde hacía más de treinta años. Y
comprueba, por supuesto, que la revista en que aparecía la foto de su padre,
era la número 148, cosas del destino, aunque uno no crea.
Y te digo más. Lo que aparecía de su padre
no era ni un artículo, ni una foto de su padre solo, ni nada que se le
pareciera. Era una foto de conjunto, con casi más de 35 personas, borrosa,
donde su padre aparecía entre ese montón de lameculos rodeando al príncipe
Humberto, apretujándose para aparecer en la imagen.
El padre de Castilla era uno más entre todos
esos obsecuentes de sombrero y corbatita que rodeaban al monarca. Sin duda de
ahí le venía también al viejo Castilla esa reverencia por las monarquías, por
los escudos de armas, por la prosapia de la familia y todas esas pelotudeces
que él solía contar en la empresa. “León rampante escarlata sobre campo
gualda”, solía describir el escudo de sus abuelos, remarcando que uno de ellos
había sido Marqués de las Octavillas en el año del pedo.
Lo cierto es que el viejo Castilla se guardó
la información de que tenía esa revista. Ni a su mujer le dijo. Pero andaba
sonriéndose por los rincones convencido de que había conseguido un arma capaz
de darle un poder insospechado. Al día siguiente, el pendejo Silva lo llama de
nuevo para pedirle otros papeles. Cuando sube, en el último piso estaba reunida
toda la plana mayor de la empresa, como quince figurones de todo tipo y calaña,
discutiendo algo importante. Silva se hace un momento para estudiar los
informes de Castilla y cuando Castilla ya se estaba por ir, desde la mesa de
directorio lo para.
-Señor Castilla -llamó, ante el silencio de
todos los demás. Castilla se detuvo junto a la puerta-. ¿Me averiguó lo que le
pedí sobre la revista?
-Vea lo que son las casualidades -paladeó
Castilla, muy orondo, desde la salida-. Efectivamente, el número que yo tengo,
donde aparece mi padre, es el que usted está buscando, el 148.
Silva enarboló una sonrisa de chico bueno.
-Fantástico lo suyo, Castilla, fantástico
-exclamó-. Después hablaremos del asunto -se rió, pícaro-. Supongo que no
tendrá inconvenientes en vendérmela en este caso... Puedo pagarla muy bien...
Usted puede fotocopiarla de punta a punta en todo caso, hoy por hoy la
fotocopia láser permite reproducir una publicación como si fuera la original...
Castilla, la mano apoyada sobre la puerta
abierta, comprendió que ése era el momento que había estado esperando toda la
vida. mantuvo la respuesta en suspenso, dejando que la ansiedad creciera en el
silencio de los presentes que seguían la conversación con una mezcla de interés
e ignorancia.
-Señor Silva -deletreó Castilla- usted sabrá
perdonarme... Pero esa revista tiene para mí un enorme valor de tipo
espiritual... Y no todo se puede comprar
con dinero... Con permiso -y cerró la puerta lenta, dramáticamente, sin un solo
ruido-.
Al día siguiente el pelotudo del viejo
Castilla, porque te digo que era un pelotudo, festejaba su cumpleaños en su
casa, en el departamento que tenía por España y Montevideo. Reunió a casi toda
la familia o al menos a aquellos que le tenían una especie de admiración, que
consideraban que la suya era palabra santa y que lo ubicaban entre los grandes
sabios contemporáneos porque el viejo hablaba bien y tenía modales para comer.
No estaba Susana, la hija, porque esa pendeja ya se había roto las pelotas de
un modo inconmensurable años atrás con el viejo y se había ido con un pendejo a
vivir al Sur o por esa zona. Pero todos los demás estaban. Comieron, chuparon,
charlaron y sobre el final de la cena el viejo pidió atención.
-Silencio, silencio que va a hablar
Adalberto; exigió, pegando con la palma de su mano la tía Magda, que siempre
había sido una chupamedias del viejo.
-Callados, che -acordó Sarita-. Un poquito
de silencio...
-Ayer me llama nuestro nuevo gerente
general...; empezó a decir el viejo, solemne, con una sonrisa pícara, para
detenerse de inmediato al escuchar cuchicheos. Tía Magda se inclinó sobre
Cachito que insistía en seguir conversando con su primo y, enérgica, le ordenó
algo en voz baja, zamarreándolo por un brazo. Cachito se calló.
-Escuchá, Ernesto -requirió Adalberto,
creando más expectativa-. Escuchá, Tolo, que esto es bueno...
Tolo, cuñado de Castilla, acepto el pedido
con una sonrisa ancha y burlona. Era al único que siempre le rompía las bolas
el constante señorío de Castilla, y el único que luego, en su casa,
despotricaba contra el viejo con frases tales como: “Pero por qué no se va a
hacer lavar un poco el culo”. Aceptaba no obstante las invitaciones al
departamento de España y Montevideo, porque de tanto en tanto debía recurrir a
la ayuda de su hermana Sara ya que él no llevaba una vida “ordenada” como
postulaba el viejo.
-Escuchá, Tolo... -insistió el viejo-.Ayer
me llama este muchachito Silva, el nuevo jefe...
-No me habías contado nada...; frunció el
ceño Sarita, simulando una sonrisa. Y a medida que el viejo contaba el episodio
en el directorio de la empresa su rostro comenzaba a tomar un tinte ceniza.
-Y ahí yo le dije... ahí yo le dije...
-lentificó el relato, deleitado, Castilla- desde la puerta nomás y frente al
silencio de todos los que estaban en la sala... le dije: “Perdonemé, señor
Silva, pero esa revista tiene un gran valor espiritual par mí... Y hay cosas
que no se compran con dinero”... Y me fui...
Se hizo un silencio. Sarita estaba violeta.
Tía Magda, la chupamedias, enseguida dijo, pegando con el puño sobre la mesa,
“¡Tomá!”.
-Se lo dije... repitió Castilla, altivo.
-¡Qué lección de vida!; graznó tía Isabel.
-“Esa revista tiene un gran valor espiritual
para mí...-casi deletreó, de nuevo, el viejo-. Y hay cosas que no se compran
con dinero”.
-¡Pero por supuesto! -chilló Magda-. ¡Estos
jovencitos se piensan que se pueden llevar todo por delante, es increíble la
prepotencia que tienen!
-Creen que todo se puede comprar con dinero,
Isabel, ése es el problema; acotó Laura. Tolo no dijo nada. Sólo miraba a
Sarita quien, una mano sobre la boca, estaba verde.
Esa noche por supuesto, cuando se fueron los
invitados, se armó el quilombo. Sarita le reprochó airadamente lo que había
hecho, lo calificó de irresponsable, le preguntó quién se creía que era, le
consultó dónde iba a ir él a buscar trabajo cuando su patrón le pegara una
buena patada en el culo y de dónde iba a sacar la plata para pagar el viaje que
Rolito iba a hacer con el equipo de rugby a Nueva Zelandia.
-No hablamos de dinero, Sarita -contestó
Castilla ya desde la cama, molesto-. Estamos hablando de principios, que son
cosas muy diferentes... ¡De principios!
Pero Sarita ya no le contestó. Lloraba
sofocadamente en el baño.
A otro al que no le había caído para nada
bien la cosa fue lógicamente a Silva. Para colmo, Pérez Centurión, medio en
joda medio en serio, lo empuaba en los descansos de sus partidas de paddle.
-¿Qué más querés, boludo? -le dijo, tomando
un Gatorade y secándose la frente con su muñequera de toalla-. Arriba de que
tenés un tipo insobornable, justo en un puesto donde tiene que defender el
dinero de la empresa... te quejás...
-¿Insobornable? -osciló la cabeza Silva-. Lo
que quiere ese hijo de puta es sacarme guita... Eso es lo que quiere...
-Por ahí no, por ahí no... Por ahí es un
tipo de principios muy fuertes... No le importa la guita...
-Es un hijo de puta, Manuel... Yo los
conozco a estos tipos, yo los conozco...
-¿Y qué vas a hacer?.
Silva se puso de pie y se pegó dos o tres
veces con la paletita sobre el muslo transpirado.
-Ya vas a ver lo que voy a hacer... Todo
hombre tiene su precio, acordáte...
-¿Lo vas a echar?
Silva miró a su amigo con conmiseración.
-Sería muy fácil; dijo. Y siguieron jugando.
Al día siguiente, Silva le pidió de nuevo a
Castilla que subiera al directorio. Y ahí, sin dilaciones pero siempre dentro
de un marco muy cordial, le ofreció 5.000 dólares por la revista. Castilla,
sentado frente a él, se quedó mirándolo. Disfrutaba el momento. Esa cifra era
bastante más de lo que ganaba en todo un mes.
-Señor Silva -comenzó a hablar, convencido
de que estaba iniciando una cruzada de moralización- creo que provenimos de
culturas diferentes, de educaciones diferentes. Yo no digo que la mía sea mejor
que la suya o viceversa. Pero son nítidamente diferentes. Y en la cultura de la
cual yo provengo se privilegiaban otros valores: la lealtad, la honestidad, el
esfuerzo, la amistad, el sentido solidario. Habrá advertido usted, señor Silva,
que en ningún momento he hablado de dinero. El recuerdo de mi padre no se mide
en dinero moneda nacional, señor Silva. Es todo lo que puedo decirle.
Silva, echado poco elegantemente sobre su
sillón, siguió jugueteando con su rompecabezas plástico de intrincado diseño,
la vista perdida en un punto abstracto. Aprobó luego con la cabeza. Se puso de
pie y extendió la mano de Castilla.
-Le agradezco, señor Castilla -dijo, ya
animado-. Sinceramente le juro que admiro a personas como usted, que pueden
estar apartados del tema económico...
-No crea que yo no tengo mis problemas,
señor Silva; se puso de pie, radiante, Castilla.
-Me imagino, me imagino. Lo que hace más
encomiable su actitud.
Castilla se marchó, erguido como De Gaulle.
Silva se volvió a sentar, rumió una puteada y le dijo a Pérez Centurión.
-Dame
el número de teléfono de la casa de este tipo.
Para colmo -ya te he dicho que todas las
cosas se saben en la empresa- la noticia de este asunto, al día siguiente, ya
la conocía todo el mundo. Había trascendido lo de la primera reunión, lo de la
revista, la negativa de Castilla, la actitud firme de Castilla, la insistencia
de Silva, el rebote repetido de Silva. Hubo empleados, yo entre otros, que nos
acercamos a Castilla para felicitarlo, discretamente, sin levantar tampoco
demasiado la perdiz. Y las minas se le fueron encima. Hasta Inés, que se sabía
positivamente que se encamaba con el Silva, se acercó para felicitarlo.
Castilla estaba radiante, pese a que mantenía un entripado con ella desde que
se había enterado de su fato con el gerente. Celos, más que nada, seguramente.
De todos modos, Castilla adoptó un perfil bajo. “Hice simplemente lo que mi
ética y mi moral me dictaban”, decía, bajando la vista, no sólo para fingir
humildad sino también porque no quería seguramente montar tal circo que hiciera que el patrón lo
echara a la mierda por bocón y farolero. De cualquier forma, se encargó muy
bien de decir en las ruedas de café y descanso que algún freno había que poner
a todos aquellos que pensaban que cualquier cosa, hasta lo más sagrado, se podía
comprar.
Al día siguiente llega a la casa y la Sarita lo estaba esperando.
-Llamó tu jefe; lo abarajó. Castilla se
quedó tieso, aflojándose un poco la corbata. Se había cuidado muy bien de
contar los últimos episodios a su esposa, especialmente el del ofrecimiento de
5.000 dólares por la revista.
-Me contó todo; siguió Sarita. Rolito, el
rugbier, estaba sentado a la mesa escuchando.
-Te dijo lo del dinero -dijo Castilla-. Te
habrás dado cuenta el tipo de tipo que es... Un inescrupuloso que...
-Me pareció muy bien el muchacho -cortó
Sarita-. Muy bien. Muy educado. Dijo que se dirigía a mí porque tal vez yo
fuese más razonable...
-Esto ya supera los límites -se sulfuró
Castilla-. Ese tipo se está extralimitando... es un imprudente y voy a tener
que hablar con él nuevamente... no tiene por qué hablar a esta casa y...
-Papá... -fue a los bifes Rolito-. Por una
revistita de mierda que ni siquiera sabías que la tenías...
-¿Cómo revistita de...? -aulló Castilla,
perdiendo su compostura-. ¿Cómo dijiste?.
-¡Estuve mil veces a punto de tirarlas,
Adalberto! -gritó Sarita-. Mil veces estuve a punto de tirar todas esas
porquerías del ropero. No las tiré porque estaban junto a unas recetas de
cocina... ¡no me vengas a decir ahora que esa revista es muy importante para
vos!
-¡Fundamental! -rugió Castilla, el dedo
índice al aire-. Fun-da-men-tal... está mi padre allí... y aunque así no lo
fuera, aunque para mí no tuviese ya demasiada importancia esa revista, Sarita,
ahora la cosa pasa por otro lado...
-¿Por qué lado?.
-Por el hecho en sí, por mis principios, por
no permitir que un mocoso insolente e irresponsable se crea que me puede
comprar con un puñado de dólares miserables...
-No tan miserables -se enojó Rolito-. Es la
plata que estamos buscando para mi viaje.
-Y para la ropa que se tiene que comprar
Rolito para viajar -secundó Sarita-. No va a viajar hecho un pordiosero ese
chico...
Castilla giró un tanto la cara, se quedó
mirando hacia un punto indeterminado y abatió sus hombros de la forma en que
una vez viera hacerlo a Vittorio De Sica en “Pan, amor y fantasía”.
-Parece mentira... -musitó, como para sí-.
Parece mentira... un chico de 17 años, al que uno supondría en la exacta edad
de la pureza y la espiritualidad... está
dispuesto a venderse por 5.000 dólares miserables, como un sirviente, como un
fenicio, como un galeote...
-¿Cómo 5.000 dólares, Adalberto? -frunció el
ceño, Sarita-. 10.000 dólares me dijo ese muchacho, 10.000.
-Diez mil dólares le dijo el tipo, papá;
repitió Rolito. Y Castilla sintió que la tierra se abría bajo sus pies.
Al día siguiente, fue Castilla el que llamó
a Silva pidiendo visitarlo en su despacho. Castilla entró con paso vacilante.
Había perdido su antigua arrogancia, pero la reemplazaba por una militante
resignación. La misma, imaginaba, que había lucido Juana de Arco frente a la
pila de leños.
El viejo sabía que Silva inteligentemente
había abierto otro frente atacando en la cabecera de playa familiar. Sabía,
además, que Silva podía multiplicar la apuesta hasta límites difíciles de
soportar. Y que su frente interno no resistiría tanto.
Pero el viejo, que te
adelanté que era un pelotudo, había llevado las cosas demasiado lejos. Ya todo
el mundo sabía de su postura desafiante frente a los jefes, se había convertido
en una suerte de Che Guevara frente al poder de la empresa y ahora, si
hocicaba, si se rendía, su derrumbe sería vertical y definitivo.
-Me ha parecido realmente imprudente de su
parte, señor Silva -dijo el viejo- que metiera a mi esposa en este problema...
-No es un problema, Castilla, es una
transacción comercial.
-Para mí ya es un problema, señor Silva.
Usted me ha enfrentado con mi mujer y mi hijo, en algo que no debería haber
salido de este despacho...
-Hagamos una cosa, señor Castilla... vamos a
ver... -lo cortó Silva, práctico-. Yo sé
que todo esto ha trascendido en la empresa, todo este asunto con usted, su
revista, mi colección y esas cosas... muy bien... usted, entonces, se ha
convertido en una especie de paladín de las causas nobles, en alguien que
puede, dentro de este mundo tan comercializado, marginarse de esas presiones y
sostener sus principios a rajatabla. Y se ha convertido en eso con justicia,
Castilla, créame...
Castilla lo miraba, tratando de adivinar a
dónde quería ir.
-Pero usted es un principista, Castilla
-siguió Silva- y yo soy un comerciante.
Entonces, hagamos una cosa... hagamos una cosa... dejemos las cosas
así. Esperemos que todo esto se
apacigüe, que sus compañeros de trabajo se olviden del asunto, que dejen de
hablar de estas pavadas... y dentro de un mes, dentro de dos meses, usted me
vende la revista, en la más total de las privacidades. Nadie se entera. Usted
mantiene el prestigio adquirido, yo me quedo con la revista y completo la
colección. Y usted y su familia se hacen del dinero. Y todos contentos.
Castilla sentía un profundo dolor en la
garganta. Pero empezó a negar lentamente con la cabeza. Recuperó su ánimo
insuflado de un espíritu épico que lo enardecía.
-Hablamos idiomas diferentes, señor Silva. Y
en la familia de los Castilla hemos sido siempre hombres de una sola palabra;
se puso de pie. Seguramente Castilla pensaba que, en ese momento, su cuerpo
íntegro resplandecía, como los de los antiguos mártires religiosos.
Silva comprimió las mandíbulas.
-Un momento, Castilla, un momento... tal vez
a usted no le importe el dinero. Pero pueden importarle otras cosas...
Silva miró a Pérez Centurión, testigo
privilegiado como siempre de los acontecimientos. Castilla miraba a Silva.
-¿Hace mucho que usted no viaja a Buenos
Aires, Castilla?; preguntó Silva.
Castilla se desinfló en una sonrisa irónica,
no podía creer que Silva lo corriera con eso.
-Bastante; admitió.
-¿Qué
le parecería si la empresa lo manda una semanita a Buenos Aires, Castilla, todo
pago por supuesto, a un hotel cinco estrellas...
Castilla sacó hacia delante su mentón, cada
vez más sarcástico, abismado, tal vez, por la ramplonería de su adversario.
-...acompañado por la señorita Inés,
Castilla? ¿Qué le parecería eso?.
El viejo sintió como un mazazo en la cabeza.
Mil imágenes se le cruzaron inmediatamente frente a los ojos, de camas de agua,
recepciones de hoteles lujosísimos, cenas con champán, alcobas con aire
acondicionado y las piernas larguísimas de Inés.
-Me parece... -trató de sobreponerse- me
parece una falta de respeto hacia la señorita Inés, señor Silva.
-De eso no se preocupe -dijo Silva-. Usted
piénselo, ¿me entiende? Piénselo.
Imagínese cómo podría ser. Si le gusta. Si le parece bien...
-Me parece... me parece una bajeza, señor
Silva -se atrevió a acusar, Castilla-.
Lo mismo que el hecho de hablarle a mi señora a mi casa...
-Quédese tranquilo, Castilla -Silva se
adelantó casi como para ponerle el brazo sobre el hombro, cínico-. Si hablo con
su mujer no le comentaré lo del viaje a Buenos Aires...
Al viejo no le pasaba ni el aire por la
garganta.
-Le pido -articuló, con dificultad- que no
llame nunca más a mi mujer a mi casa.
-Por supuesto que no lo voy a hacer
-prometió Silva-. ¿Pero qué hago si ella me llama? Es su esposa la que quedó en
llamarme...
El viejo no dijo más nada y se retiró del
despacho. Para colmo, cuando salía, escuchó sonar el teléfono.
De ahí en más pienso que la cosa fue un calvario
para ese pobre viejo pelotudo. Yo supongo que lo del viaje a Buenos Aires con
esta mina, la Inés,
lo debe haber tenido despierto más de una noche pero que lo descartó casi desde
el arranque. No dejaba de ser un viejo pusilánime, hasta moralista te diría,
con ese verso pomposo de la fidelidad matrimonial. Y, más que nada, con un
cagazo cerval a que lo pescaran en una trampa y que todos dijeran: “Pero mirá
en el renuncio que lo cazaron al señor Castilla”. Pero lo que le enquilombó
definitivamente la cosa fue la siguiente ofensiva de Silva, decidido firmemente
a demostrar al mundo y en especial a Pérez Centurión y sus esbirros del
directorio, que todo tiene su precio, que todo se puede comprar y que un buen
empresario no debe detenerse ante nada ni ante nadie. Cuando la Sarita lo llamó de nuevo
-porque fue ella la que había quedado en llamarlo- Silva le ofertó, derecho
viejo, 30.000 dólares. Creo que ya lo hacía no sólo por el desafío personal de
confrontar su filosofía de vida con la de este viejo carcamán y ridículo, sino
que lo tomaba como una inversión educativa para sus pares, que debían tomar en
cuenta ese “caso testigo” como una enseñanza para ejecutivos. Sarita lo encaró
a Castilla y lo hizo de goma.
-Es el futuro de tu hijo, -le puntualizó, tratando
de mantener la calma- el viaje de tu hijo, los arreglos que le tenemos que
hacer al departamento y hasta la posibilidad del auto...
Castilla se quedó en silencio, sentado
frente a ella, mordisqueándose la piel interna de los labios
-¿Cuánto hace que no tenemos auto,
Adalberto? -preguntó Sarita-. Desde que estábamos de novios, que vos tenías 23
años, yo creo. Desde esa época. Gladys y Ernesto tienen. Magda tiene. Y hasta
el Tolo está por comprar uno.
Se hizo un silencio.
-¿Por qué no le decís que no... -preguntó
Rolito, de pronto- y esperás hasta que te haga una oferta de 50.000?
Castilla lo miró sin verlo, preguntándose a
sí mismo cómo podía haber engendrado semejante monstruo.
-Si vos le decís que no a tu jefe...
-continuó Sarita- porque acordate que es tu jefe, yo te juro que, primero...
voy y quemo esa revista de mierda ahora mismo. Ahora mismo la quemo. Y
después... -se apoyó el puño sobre los labios que le temblaban, al borde del
llanto- te juro que agarro mis cosas y las cosas de Rolo y los dos nos vamos de
esta casa... a cualquier lado nos vamos, a cualquier lado...
Castilla miró a su hijo. Rolito le mantuvo
la mirada, decidido. El viejo se puso de pie.
-Es reconfortante saber -musitó- que siempre
han querido tener un padre que fuera un ejemplo de integridad, de solvencia
moral, de ética... es reconfortante...
-¿Qué tiene que ver esto con la ética,
Adalberto? -saltó Sarita-. ¡No hagas una pantomima de una revistita de mierda!
¿De qué ética me estás hablando?
Fue Castilla entonces el que se sentó
vencido.
-¿Qué va a decir tu hermana? -preguntó-.
¿Magda, Ernesto... tu madre?
-¡Nada tienen que decir, nada!. ¡No tienen
por qué enterarse de nada! ¿O te creés que todo el mundo está preocupado por
esa revista de porquería, Adalberto? ¿Qué van a decir, eh, qué van a decir?
“Adalberto le regaló esa revista a su jefe”, van a decir, eso van a decir,
“Cambió de opinión y le regaló esa revista a su jefe”...
-Es que no se la regalo... No es un
regalo...
-Se van a alegrar, después de todo, cuando
vean que tenemos auto, que Rolo se va de viaje, que por fin nos va bien...
Castilla miraba hacia el infinito.
-También se la podría regalar... reflexionó,
mustio.
-Te mato; dijo Sarita.
-Ni en pedo; saltó su hijo.
-Me voy de casa, Adalberto, sabélo -le
recordó Sarita-. Nos vamos con tu hijo... y Castilla se quedó callado.
Yo pienso que ahí el viejo decidió entregar
el rosquete. Se dio cuenta de que sus desplantes, sus bravatas, sus
compadradas, ya no daban para más. Había ido demasiado lejos. Fue al ropero,
sacó la revista y la puso sobre la mesa. La hojeó, repasó la foto donde
aparecía -uno en la multitud- su padre y suspiró hondo. Y fue en ese momento
cuando llamó la hija. Después de no haberle hablado durante más de tres años,
Susana, la hija que se le había pirado al sur con un artesano, apareció de
vuelta. Le dijo por teléfono que estaba de paso por Rosario y que quería verlo
un momento. Averiado, frágil, tremulento, el viejo aceptó la propuesta. Él
mismo la había echado prácticamente a la piba, cuando ella se negó a estudiar
medicina insistiendo en aprender teatro; allí, para colmo, había conocido a un
flaco con apariencia de miserable que hacía figuritas con alambre y tocaba la
viola.
El viejo se encontró esa misma tarde con
Susana en un café del centro y estuvieron hablando largo rato. Y Susana lo
emocionó. Le dijo que se había enterado de todo el quilombo por la revista. Que
estaba orgullosa de tener un viejo como él, que él era un bastión de la moralidad
y el espiritualismo contra toda la mierda comercial y materialista del sistema
que había convertido a América Latina en una sociedad careta. El viejo casi se
larga a llorar. Y cuando la
Susanita le dijo adiós, porque iba a encontrarse con el flaco
melenudo para volverse a San Martín de los Andes, lo dejó al pobre viejo con
tal quilombo en la sabiola que él decidió consultar con su amigo Abodenky.
¿Quién es Abobenky, dirás vos? Bueno, Pedro
Abodenky es un viejo pelado, de barba, abogado, que había hecho toda la
secundaria con Castilla.
Y por aquel entonces, Abodenky era un líder
de la zurda, un militante comunista de los más bravos, un agitador. El viejo
siempre lo admiró en silencio al Abodenky. Sin admitirlo, porque el viejo
andaba en otra cosa, en el individualismo, en el surrealismo, hablando de
Breton, Apollinaire, Braque y esas pelotudeces. Pero lo admiraba al Abodenky
por su pasión, por los huevos que este tipo tenía, por la pureza de sus ideas y
por la bola que le daban las pendejas a este referente de la zurda.
El viejo no militaba, pero de tanto en tanto
charlaba largamente con Abodenky, discutiendo a veces sobre el papel de las
masas, sobre el riesgo de sus errores y lo discutible de su infalibilidad
histórica.
Durante años no supo más nada de él. Es más,
pensó que había sido boleta, que lo habían hecho cagar los milicos porque nadie
sabía acercarle noticias de su amigo. Pero al fin reapareció. El viejo lo
encontró un día caminando por la calle Córdoba. Había vivido una punta de años
refugiado en Holanda. Y con la democracia se había vuelto. Le dejó un teléfono
a Castilla, casi como una formalidad tonta, por si acaso, por si necesitaba
algo. Y Castilla, en medio del quilombo que le había armado la hija en el
balero, lo llamó. Quería pedirle una opinión, un consejo, en ese momento en el
que su estructura moral y su ética vacilaban.
-¡Pero dale esa revista, Adalberto! -se echó
hacia atrás, como escandalizado, Abodenky-. Dale esa revista y que se deje de
hinchar las pelotas.
-Es que... no sé... yo suponía que vos...
-Oíme, Adalberto, oíme... no te pongás en
una posición principista pelotuda -bajó
la voz, comprensivo-. Este tipo te está presionando, está tocando lo que
para vos es lo más sagrado, tu familia. Te está originando un conflicto con tu
mujer y tu hijo. Te está cagando la vida. Puede multiplicar la apuesta tres o
cuatro veces más hasta quebrarte... y estamos hablando de una revista chota,
Adalberto...
-No se trata de una revista, Pedro. Yo pensé
que vos entenderías la lucha de principios y de filosofías de vida que se están
planteando en este asunto...
-Adalberto... Adalberto... esto no es como
las películas de James Bond, donde se juega el destino de la humanidad. Yo
comprendo perfectamente lo que me querés decir... han muerto y mueren miles y
miles de personas por cosas más importantes en el mundo... vos estás haciendo
una cosa supuestamente épica de un enfrentamiento, hasta te diría,
generacional... dale la revista, cobrá la guita, comprate el auto, llevala de
vacaciones a tu mujer, que tu pibe pueda viajar a Nueva Zelandia y que ese
muchacho Silvo, Silva o como se llame se meta la revistita hecha un cilindro en
el medio del orto...
-¿Te parece, Pedro? Vos eras duro...
Abodenky estiró una sonrisa triste.
-Estoy laburando en una multinacional,
Adalberto -le dijo-. Como abogado. Yo, estoy laburando para una multinacional.
Ya me casé y me separé tres veces... tengo hijos en Holanda e hijos acá...
encontré a un ex compañero mío laburando como informante de la Armada... escribo de vez
en cuando y trato de no convertirme en un terrible hijo de puta... por los
pibes, más que nada te digo...
Castilla lo miró en silencio.
-Y vos me venís con este conflicto de la
revista... -se rió Abodenky-.
-Bueno... perdoná... creí que era
importante...
-¡No hombre, por favor!. Me encanta verte,
me encanta verte... pero vendele esa revista... ¿o acaso alguien te va a
reconocer algo si no lo hacés? ¿No nos decían a nosotros que nadie nos había
pedido que combatiéramos por ellos? ¿No nos decían eso? ¿No nos dicen eso?
-Y es la verdad -pinchó Castilla-.
Abodenky se rió, amargo. Se despidieron.
Dos días después, Castilla arregló las
condiciones de su entrega, de su rendición.
Absoluto secreto, exigió. Discreción completa. Incluso lo habló por
teléfono con Silva desde su casa, porque cada vez que subía al directorio todo
el mundo se enteraba, y no sólo eso, todo el mundo se enteraba de lo que
hablaban.
-Por favor, Castilla, ni qué decirlo -aprobó
Silva, medido pero exultante, mientras le hacía un gesto con el pulgar elevado
a su amigo Pérez Centurión-. Ni qué decirlo. Le digo más. Le propongo que no me
traiga la revista acá, a la empresa. Y que nos veamos fuera del horario de
trabajo. Incluso, estrictamente, esto no es una cuestión de trabajo. ¿Qué le
parece mi departamento el domingo a la tarde?
Castilla vaciló.
-¿Su departamento?; medía los riesgos.
-Mi departamento. Yo vivo solo, en Barrio
Martín. Si usted me dice que se viene a la tardecita, yo lo espero a eso de las
siete, siete y media, como le resulte más cómodo. Usted me entrega la revista y
yo le doy ahí mismo el cheque. El lunes lo cobra.
Castilla miró a su mujer y ésta, adivinando
el éxito, enarcó las cejas.
-Ocho y media del domingo -contrapuso
Castilla-. Tengo algo que hacer antes.
Era mentira. Pero pensaba que a esa hora,
las ocho y media, ya estaría oscuro y menos gente podría verlo entrando al
departamento de Silva. “Como si fuera un ladrón”, se flageló antes de seguir
hablando.
-Ocho y media, Castilla. Perfecto. Ahí lo
espero. ¿Vendrá usted solo por supuesto?
-Por supuesto, señor Silva. Iré solo.
Para el domingo el viejo estaba como si se
hubiese sacado un peso de encima. El hecho de tomar una decisión, bien o mal,
yo pienso que te tranquiliza considerablemente. Lo jodido, lo que te mata, es
la incertidumbre. Por otra parte, había recuperado el respaldo de Sarita y
hasta el respeto del adolescente Rolo, el promisorio rugbier.
La demás gente le importaba menos. Ya nadie
le comentaba nada sobre el asunto de la revista. Y su hija, la recuperada
Susana, estaba de nuevo en la remota San Martín de los Andes con el artesano
cantor.
Llegó a la puerta del lujoso edificio del
barrio Martín y tocó el portero eléctrico. Hacía frío. No se veía prácticamente
a nadie por la calle, ni tampoco en la puerta de los departamentos. Ni siquiera
un portero detrás de la mesa de recepción.
“Mejor”, pensó Castilla, sosteniendo debajo del brazo el sobre de papel
manila donde llevaba la revista. El ascensor lo fue elevando, lenta y
silenciosamente, hasta el piso catorce. Abrió y frente a la puerta del ascensor
se abrió también la del departamento.
Silva lo esperaba en mangas de camisa pero con corbata, con un vaso de whisky
en la mano, sonriendo. Atrás se veía una sala amplia y un amplísimo ventanal
que daba al río.
-¿Qué tal?; dijo Castilla.
-¿Cómo le va, Castilla? Pase, pase.
Castilla entró al departamento y refrenó un
impulso de quitarse el sobretodo. Quería que la cosa fuese rápida. El lugar
estaba silencioso y poco iluminado, como si Silva también estuviera apurado por
terminar aquello, como si estuviera a punto de salir.
-Pase, pase por acá, Castilla; Silva lo
invitó a una habitación contigua que se veía más luminosa.
-Le traje también... -aceptó la indicación
Castilla- las otras revistas, los otros números que yo guardaba de “Tertulias”.
Total, para mí...
Y se quedó en silencio, atónito. Ahí, en el
otro salón, frente a una mesa ratona bastante amplia donde había botellas,
bocaditos y vasos de distintos tipos, estaban todos, todos sus compañeros de
oficina. Estaban también Pérez Centurión, Inés, y los demás secuaces de Silva
en el directorio general.
-Miren quién vino; anunció el hijo de puta
de Silva. Y ahí fue como si recuperaran el habla todos, que saludaron con
gritos de júbilo a Castilla. El viejo se quedó helado, plantado en el medio de
la pieza. Sentía, presentía, asumía, que se lo habían cogido.
-A ver... a ver esa revista que usted no
quería venderme, Castilla... -palmoteó alegre Silva, manoteando un sándwich
triple y zampándoselo en la boca, ante la algarabía general-. Permítamela
verla...
Castilla había quedado con el sobre
extendido hacia adelante. Silva lo tomó sin esfuerzo y luego se dejó caer en un
hueco que le dejaban en el medio del sillón principal la rubia de computación e
Inés, que se rió a los gritos. Todos -eran como veinte- se inclinaron sobre la
revista para mirarla, con fingidos chillidos de interés.
-Lo prometido es deuda, Castilla -Silva se
puso de pie de nuevo, como un resorte-. Ahora le traigo su cheque... -y se
marchó casi a los saltos hacia otra habitación-. Castilla permanecía clavado
donde estaba, respirando con dificultad. Inés le ofreció un trago, Pérez
Centurión, bocaditos, pero el viejo no aceptó ni contestó nada.
-Acá tiene -anunció Silva, volviendo-. Acá
tiene lo suyo... -enarboló el cheque a la vista de todos-. ¡30.000 dólares!.
-¡30.000 dólares!... ¡Qué maravilla!;
gritaron muchos, en especial, las mujeres.
-Lo que cuesta, vale; sentenció Silva,
extendiendo el cheque hacia Castilla, pero sin acercarse. Castilla, tras un
momento de vacilación, caminó hasta donde estaba Silva, estirando el brazo,
arrastrando los pies.
-Acá lo tiene -explicó Silva, repasando lo
escrito en el cheque con el dedo índice-. Mañana mismo puede cobrarlo... mañana
a la tarde ya se puede comprar un auto cero kilómetro, si le interesa...
Castilla tomó el cheque como en cámara
lenta. Cuando lo apresó entre sus dedos, un suspiro de admiración creció entre
los presentes. Castilla vio que Inés lo miraba, ahora, muy seria. Entonces el
viejo Castilla, siempre con movimientos lentos, como didácticos, como
explicativos, agarró el cheque y lo rompió en mil pedazos. Lo hizo mierda,
loco, ahí mismo, frente a los ojos de todos aquellos chupaculos del pendejo
Silva, que lo miraba con una mirada de incomprensión.
Después, el viejo Castilla pegó media vuelta
y se fue del departamento. Vaya a saber qué carajo habrá pensado cuando salió
al frío de la noche. Tal vez en el quilombo que le iban a hacer su mujer y su
hijo. Tal vez en lo que le iba a decir a la Susana si lo llamaba de nuevo desde San Martín de
los Andes. Tal vez en la cagada que significa comprometerse por hablar tanto al
pedo. O tal vez en que esa noche iba a dormir muy, pero muy tranquilo.