ADAPTACIÓN DEL FRAGMENTO FINAL DE "EL SUR" (Guión, producción, edición y dirección: Alejandro Abramovich, 2010.
Texto completo del cuento “El sur”, de Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la
Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan
Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado
romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre
inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas
músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad.
Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la
certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la
llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de
Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le
rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió
la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja
de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de
cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada
estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La
fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para
decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le
repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil
estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días
pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un
médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable
sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó
que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió
feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se
odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba
que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy
dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de
una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las
miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían
dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le
dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la
estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann
había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo
llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión
del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y
la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de
casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las
plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de
vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las
esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz
amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann
solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle
entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la
nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el
zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de
café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la
clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era
ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en
el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la
eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los
vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los
coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de
Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su
desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un
desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión
y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La
verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha
jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho
más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad
y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente
vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en
los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo
fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la
patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas
servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente
mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y
lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas
estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer
árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo
conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y
literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el
blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al
anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el
que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían
atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia
el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos
humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera,
secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La
soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al
pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector,
que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de
siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El
hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de
oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado
de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un
cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera
conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había
hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura,
antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar
esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor
del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado
para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un
grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque
había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego
comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del
sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para
agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió
comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos,
que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con
el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de
hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó
con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar
la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de
uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían
peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo
puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso
ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita
de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que
nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar
la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones
se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate
que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea
confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió
que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de
Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a
exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con
los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula
voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una
cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer
a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese
acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su
mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima
no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo
para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas,
pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor.
Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo
abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una
fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió
que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte
que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y
sale a la llanura.
Cuestionario
1. ¿Por qué este cuento es considerado el más autobiográfico
de todos por el mismo autor?
2. ¿Es un cuento fantástico o realista? Justificar.
3. ¿Cuál es el conflicto de identidad que se plantea?
4. ¿Cuál es para vos el desenlace real?
5. Justificar la presencia del gaucho y su influencia en la
decisión final del protagonista.
6. Escribir una historia, a modo de cuento fantástico, donde
el protagonista se enfrente con un problema de salud severo o alguna situación
límite. El final, en lo posible, será feliz.
A continuación, las respuestas del alumno Jesús Schwindt, de 5º 1ª:
A continuación, las respuestas del alumno Jesús Schwindt, de 5º 1ª:
Trabajo Práctico Cuento " El sur" de Jorge
Luis Borges
1. ¿Por qué este cuento es considerado el más autobiográfico por el mismo autor?
Es considerado el más autobiográfico porque se inspira en hechos que realmente le ocurrieron a su autor. Existen muchas coincidencias entre Borges y el protagonista.
* Abuelo militar.
* Trabajo en una biblioteca.
* Encuentro de una traducción de "Las mil y una noches".
* Accidente producido por una ventana al subir una escalera distraídamente que le produce una septicemia.
2. ¿Es un cuento fantástico o realista? Justifica.
En el cuento se ve un contraste entre lo real y lo irreal, no se puede determinar con certeza lo que sucede.
Algunos párrafos dejan entrever que se trataría de un viaje en el tiempo: "... sospechar que viajaba al pasado no sólo al sur".
El viaje puede ser interpretado como un sueño, su lenta agonía por septicemia.
El protagonista elige el duelo a cuchillo (en la realidad le inyectan una aguja) como una manera preferida de morir cuando en realidad es una alucinación en el momento de la muerte, una visión fantástica de cómo hubiera deseado dejar de existir.
Por lo expuesto anteriormente creo que es fantástico ya que tiene rasgos que se le atribuyen a la narrativa fantástica.
3. ¿Cuál es el conflicto de identidad que se plantea?
El tema de la identidad se ve plasmado cuando en la pulpería Dahlmann. Había decidido dejar pasar la provocación, no luchar, hasta que su apellido queda involucrado. Sale a pelear cuando lo nombran, ya que ahora van en contra de su apellido y de sus antepasados.
El sur representa el pasado, sus antepasados, que son también parte de su identidad.
Está presente otro conflicto de identidad, que se relaciona con los dos linajes, criollo y alemán.
1. ¿Por qué este cuento es considerado el más autobiográfico por el mismo autor?
Es considerado el más autobiográfico porque se inspira en hechos que realmente le ocurrieron a su autor. Existen muchas coincidencias entre Borges y el protagonista.
* Abuelo militar.
* Trabajo en una biblioteca.
* Encuentro de una traducción de "Las mil y una noches".
* Accidente producido por una ventana al subir una escalera distraídamente que le produce una septicemia.
2. ¿Es un cuento fantástico o realista? Justifica.
En el cuento se ve un contraste entre lo real y lo irreal, no se puede determinar con certeza lo que sucede.
Algunos párrafos dejan entrever que se trataría de un viaje en el tiempo: "... sospechar que viajaba al pasado no sólo al sur".
El viaje puede ser interpretado como un sueño, su lenta agonía por septicemia.
El protagonista elige el duelo a cuchillo (en la realidad le inyectan una aguja) como una manera preferida de morir cuando en realidad es una alucinación en el momento de la muerte, una visión fantástica de cómo hubiera deseado dejar de existir.
Por lo expuesto anteriormente creo que es fantástico ya que tiene rasgos que se le atribuyen a la narrativa fantástica.
3. ¿Cuál es el conflicto de identidad que se plantea?
El tema de la identidad se ve plasmado cuando en la pulpería Dahlmann. Había decidido dejar pasar la provocación, no luchar, hasta que su apellido queda involucrado. Sale a pelear cuando lo nombran, ya que ahora van en contra de su apellido y de sus antepasados.
El sur representa el pasado, sus antepasados, que son también parte de su identidad.
Está presente otro conflicto de identidad, que se relaciona con los dos linajes, criollo y alemán.
4. ¿Cuál es para vos el desenlace real?
En mi opinión, el desenlace se produce con la muerte del protagonista.
5. Justifica la presencia del gaucho y su influencia en la decisión final del protagonista.
El gaucho representa al sur, al pasado heroico, lo invita a tomar una decisión, a morir como un héroe romántico, al arrojarle la daga.
6. Escribir una historia a modo de cuento fantástico donde el protagonista se enfrente con un problema de salud severo o alguna situación límite. El final, en lo posible, será feliz.
El hombre caminaba solo y en silencio hacia aquella luz que lo invitaba. No sabía cómo había llegado allí. Sólo reparaba en que debía arribar al final del camino.
Se notaba liviano, no sufría ni frío ni calor, no tenía hambre, no sentía dolor. No veía nada a su alrededor, solamente esa luz invitante, poderosa, irresistible. Y hacía allí se dirigía.
Sus movimientos eran lentos, pausados, interminables, no podía alcanzarla, pero sabía que debía ir hacia allí.
Entonces comenzó a ver figuras conocidas que le sonreían, lo tocaban y lo llamaban por su nombre: su madre, su abuela, sus tías, aquel amigo tan querido. No podía hablarles, pero percibía que ellos sabían lo que quería decirles.
Y, en ese momento casi etéreo, fue arrastrado violentamente, como en un remolino. Su cuerpo caía, no podía detenerse, la luz súbitamente dejó de brillar y sus seres amados se desdibujaron y perdieron nitidez hasta desaparecer. Otra vez la oscuridad.
Cuando abrió los ojos estaba en la camilla de la sala de operaciones. Un grupo de batas verdes borrosas le decían: “¡Qué susto nos diste! Pensamos que te perdíamos!”
En mi opinión, el desenlace se produce con la muerte del protagonista.
5. Justifica la presencia del gaucho y su influencia en la decisión final del protagonista.
El gaucho representa al sur, al pasado heroico, lo invita a tomar una decisión, a morir como un héroe romántico, al arrojarle la daga.
6. Escribir una historia a modo de cuento fantástico donde el protagonista se enfrente con un problema de salud severo o alguna situación límite. El final, en lo posible, será feliz.
El hombre caminaba solo y en silencio hacia aquella luz que lo invitaba. No sabía cómo había llegado allí. Sólo reparaba en que debía arribar al final del camino.
Se notaba liviano, no sufría ni frío ni calor, no tenía hambre, no sentía dolor. No veía nada a su alrededor, solamente esa luz invitante, poderosa, irresistible. Y hacía allí se dirigía.
Sus movimientos eran lentos, pausados, interminables, no podía alcanzarla, pero sabía que debía ir hacia allí.
Entonces comenzó a ver figuras conocidas que le sonreían, lo tocaban y lo llamaban por su nombre: su madre, su abuela, sus tías, aquel amigo tan querido. No podía hablarles, pero percibía que ellos sabían lo que quería decirles.
Y, en ese momento casi etéreo, fue arrastrado violentamente, como en un remolino. Su cuerpo caía, no podía detenerse, la luz súbitamente dejó de brillar y sus seres amados se desdibujaron y perdieron nitidez hasta desaparecer. Otra vez la oscuridad.
Cuando abrió los ojos estaba en la camilla de la sala de operaciones. Un grupo de batas verdes borrosas le decían: “¡Qué susto nos diste! Pensamos que te perdíamos!”
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