domingo, 4 de septiembre de 2011

Textos argumentativos sobre las refacciones en la escuela

B. Durante la suspensión de clases, después del receso invernal, indiqué a los alumnos, entre otras actividades, que escribieran un texto argumentativo sobre la situación de la escuela con motivo de las obras del edificio.

Andrea Giampietro prefirió producirlo a modo de un cuento original y conmovedor:

“Él, Liceo Nº 11”, de Andrea Giampietro

La situación en el edificio nunca fue la misma. Comencé a cursar allí, en el Liceo 11 en el 2006, yo tenía catorce años y estaba por cumplir los quince. Recuerdo que el primer día me recorrí todo el colegio, me fascinó su estructura y, por supuesto, la gente que llegué a conocer.
Conocí a alguien muy especial, pero a la vez raro, por el simple hecho de que, cada vez que algún otro alumno o profesor, o mejor dicho cualquier persona del colegio, le hacía algo malo al edificio, él aparecía lastimado. No sé si llamarlo casualidad o, simplemente, un accidente, como a todo el mundo le ocurre.
Ese amigo se llamaba Benjamín y nunca nos separábamos. Él era como mi guía dentro de ese edificio; me ayudaba con todo, hasta con mis decisiones, ya que me costaba muchísimo hacerlo por mi cuenta.
Pasamos de año, los dos juntos en segundo por fin, un año menos de escuela, más aprendizaje y peor su apariencia. Yo le preguntaba constantemente qué le había sucedido que tenía raspones en el cuerpo, y él solo me respondía: “Observa a tu alrededor”. No entendía bien lo que me quería decir, en realidad solo me preocupaba él.
Esa misma tarde, tuvimos la presentación de algunos profesores; como cada año, siempre formábamos en el patio. Mi mirada recorría todo, cada detalle, hasta que vi a Benjamín llorando en un rincón donde se encontraba el “cementerio de sillas”; fui a ayudarlo, pero nada me decía, solo lloraba.
Transcurrió ese año, fueron pasando cosas en la escuela, sillas que se rompían, paredes y mesas con pintadas, ventiladores y ventanas rotas. El colegio empezó a decaer, y mi amigo a enfermarse.
Los meses de clase se pasaron volando; a pesar de su debilitada salud, Benjamín también pasó de año. Ya en tercero, a él le habían cambiado los ojos de color; les dije que era raro mi amigo, realmente especial. Sus ojos de marrones, color ámbar, se tornaron más oscuros y llorosos.
También estuvo todo ese año con una gripe terrible. En agosto, la escuela se cerró, fue tomada. Yo me enteré, desde el hospital, de las condiciones en que estaba el colegio. Benja fue internado.
Tras un mes sin clases por la toma, él recibió el alta, pero le aparecieron más marcas por todo el cuerpo. Yo volví a clases antes que mi amigo, le había contado que la escuela estaba muy abandonada y descuidada completamente. A partir de ese día volvió a tener problemas con su salud, ¡y esas malditas manchas!
Llegó el dos mil diez, comenzamos cuarto año, con varias dificultades: los pisos sucios, insectos en las aulas e invasión de palomas, más… ¡el completo descuido! Mi amigo tuvo que estudiar seis meses en su casa porque, por problemas respiratorios, no podía cursar en la escuela. Lo extrañé mucho, pero no faltaba un día sin que yo fuera a verlo. Por suerte se recuperó a fin de año y logró llegar a quinto conmigo.
Empezamos lo más bien, pero el sufría lo suyo; sus problemas de salud me preocupaban muchísimo, cada vez lo veía peor, casualmente al igual que a la escuela. Pasaron un par de meses, comenzaron unas obras en el edificio del liceo y, de inmediato, las vacaciones de invierno.
Durante el receso, no pude hablar en ningún momento con él pero, unos días antes de reiniciarse las clases, recibí la peor noticia, mi mejor amigo estaba internado en coma, en el hospital más cercano al colegio, el Pirovano.
Cuando iba a verlo, en mi desesperación llamé a su familia para saber qué había ocurrido con él. Y me dijeron que se enteró por Internet que en el liceo no habían comenzado las clases por un tiempo más. ¿El motivo? Su profunda destrucción, un pozo en el medio, ocupando el lugar en el patio, donde siempre nos juntábamos a charlar en el recreo. Llegué al hospital y, con mis cosas, me instalé ahí, no quería moverme de su lado por nada del mundo.
La situación de la escuela no mejoraba ni empeoraba. Así estaba Benjamín.
Después de veinte días, casi un mes, llegaron a un acuerdo, las clases empezarían normalmente y el edificio sería reparado.
Él fue recuperándose poco a poco, y yo intentaba acompañarlo…
¡Por fin! Terminamos quinto año, después de muchos destrozos. Recibimos el diploma felices y contentos; yo, como siempre, ayudando a mi amigo, que estaba con suero y en silla de ruedas, luego de haber estado meses internado. En el momento en que le tocó recibir el diploma, me dijo al oído: “¡Ya van cincuenta y una veces que recibo el diploma!”. Y entonces comprendí, con un helamiento total en el cuerpo, quién era Benjamín, mi compañero, mi amigo…
Al cabo de tantos años, había descubierto su gran secreto. El liceo, después de todo, año a año seguía en pie.



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